Los topos de Benaque

Manuel Fernández Ruiz-Coello

El «topo» de Benaque, escondido y oculto en la España franquista

Memoria Democrática

«Junto a los seiscientos mil muertos y a los quinientos mil que lograron escapar por las fronteras, miles y miles de españoles vivieron algún tiempo huidos por el miedo a lo que estaba ocurriendo en aquella feroz represión» de libro ‘Los topos’ de Jesús Torbado y Manu Leguineche).

En España, se llamó topo a las personas que vivieron ocultas tras la Guerra civil para escapar a la represión franquista. El uso del término «topo» para referirse a estas personas procede de la obra citada publicada en 1977, en la que se narra la historia de 24 de estas personas.

Conforme se produjo la ocupación de España por el ejército del bando sublevado, muchas personas que habían apoyado al bando republicano se «echaron al monte», constituyendo el fenómeno de los «huidos», o se escondieron en casas, establos u otras dependencias para eludir la represión. La mayoría de estos últimos fueron descubiertos o finalmente se entregaron, pero hubo otros que permanecieron ocultos una vez terminada la guerra civil. Estos fueron los «topos». Aunque cada caso presentó rasgos singulares, existen ciertas notas comunes: no estar acusados de «delitos de sangre»; no ser dirigentes o miembros significados de los partidos y organizaciones republicanas, e incluso no tener ninguna adscripción política; y pertenecer al medio rural. Por otro lado, fueron despreciados por los «huidos» y por los guerrilleros del maquis por su pasividad ante el régimen franquista.4​

Hubo cientos de «topos», los cuales pudieron permanecer ocultos gracias al apoyo de su círculo más cercano. Aunque muchos de ellos abandonaron su escondite en 1969, cuando la dictadura franquista promulgó un decreto por el que se declaraba la prescripción de todos los delitos cometidos antes del final de la Guerra Civil, algunos permanecieron hasta 38 años escondidos.

Casos célebres de «topos» que permanecieron ocultos hasta la década de 1960 fueron dos casos ubicados en la provincia de Málaga. Se trata de Manuel Cortés Quero, último alcalde republicano de Mijas, que permaneció escondido entre 1937 y 1969 y de los hermanos Juan y Manuel Hidalgo, de Benaque, pedanía de Macharaviaya, que pasaron 30 años encerrados en sus casas.

A Juan y Manuel les llegó la guerra en febrero de 1937, a uno con 31 años y a otro con 27, cuando Málaga fue invadida por las tropas franquistas. «Nosotros no sabíamos lo que estaba pasando. Nos enteramos más tarde que había que decir ‘Arriba España’. No sabíamos nada, no sabíamos quién estaba luchando, ni por qué. Nada», contó Manuel años después, en libertad, a Torbado y Lenguineche. Pero el desconocimiento no salvaba de ataques y crímenes de guerra, y ellos, como otras tantas miles de personas, se vieron obligados a huir por la carretera que llevaba a Almería. Fue una evacuación instantánea: «Nos fuimos vestidos como estábamos, en ese mismo momento». En el camino, Juan y Manuel fueron testigos de la masacre de la desbandá. «Cuando pasamos Vélez tiraban la aviación y los barcos, desde el mar a la sierra, por donde íbamos todos […] No se pueden numerar los que íbamos. Por todas partes, derramados por todo el campo, todo lleno. Aquello era un diluvio de gente […] Cada uno tiraba por su lado, todos desorganizados, nadie lo dirigía. No había más que iAlmería, que eso eran las órdenes». No había agua, ni comida, ni descanso; sólo disparos, bombas, heridos, muertos y carreras.

En el camino, Juan y Manuel fueron testigos de la masacre de la desbandá. «Cuando pasamos Vélez tiraban la aviación y los barcos, desde el mar a la sierra, por donde íbamos todos…»

Tras numerosos traslados por las provincias españolas para prestar servicio en diferentes batallas, Juan resultó herido en Guadalajara: «Un obús cerca de mí me llevó tres dedos y me dejó todo el brazo lleno de agujeros y de sangre». Los hermanos se separaron poco después: Juan fue trasladado al hospital de Guadalajara, y después a Madrid y a Valencia. Allí le pilló el final de la guerra, y caminó 16 días «sin parar y sin dormir y sin comer» hasta llegar nuevamente a Benaque; Manuel fue destinado a Teruel y acabó en la Sierra de Vinaroz, en Castellón. Allí, fue víctima de la campaña de bombardeos en el Levante, enclave estratégico para alemanes e italianos, que probaron sobre varios pueblos valencianos llenos de civiles el potencial de su armamento militar de cara al inminente estallido de la Segunda Guerra Mundial. Una de las bombas fue a caer donde estaba Manuel: «Unas piedras muy grandes que tenía delante me cayeron encima. La metralla me destrozó toda la cabeza, la oreja, toda la cara; una piedra me partió la clavícula y el brazo se me cayó, me quedó como caído. Yo me quedé muerto, sin hablar, sin saber nada». Manuel, herido, vivió movimientos similares a los de su hermano por toda la geografía valenciana hasta acabar en Cuenca. Allí supo del fin de la guerra: «Busqué ropa de paisano y me marché de allí, como todos hacían. Cada uno por su lado, por donde quería, no había control».

«Me acostumbré a vivir así lo mismo que los animales»

Manuel llegó a Benaque el 4 de mayo. Su hermano Juan ya estaba allí, pero el contexto bélico no había desaparecido: «A todos los que se quedaron allí o se presentaron, los mandaban a su casa con vigilancia. Lo primero era detenerlos y a muchos los mataban». Por esta razón ambos se escondieron al momento de llegar a Málaga, y tampoco pudieron cruzarse la mirada en los siguientes 28 años: «Mientras estuve aquí, nunca vi a mi hermano, ni una vez. Él estaba escondido en su casa, a unos veinte metros. Si teníamos que decirnos algo, mandábamos a las mujeres: ‘Mira, pasa esto y lo otro’, pero nada más. Yo estuve todo el tiempo en una habitación». Manuel entró junto a su mujer en el comercio del pan: él amasaba en casa y ella horneaba en la calle, y el negocio fue creciendo. Manuel lo tuvo más complicado: una disputa por unas tierras que «un falange» le robó tras marchar él a la guerra y que al término de la misma devolvieron a su esposa, para enfado del anterior propietario, le creó un enemigo «que estaba vigilando toda la noche», pues una casa estaba frente a la otra.

Las sospechas del vecino franquista, que no tenía duda alguna de que Juan estaba allí, provocaron que los agentes registraran en una infinidad de ocasiones la vivienda, con tremendas palizas a su mujer y a los padres de esta incluidas

«Ese señor tenía miedo de que, como había hecho tanto mal sin haberle yo hecho mal a él, yo volviera, y entonces tenía que acusarme a la Guardia Civil para que me buscara y a ver si me podían matar”. A Juan, que vivía entre dos paredes, en «un sitio muy estrecho, sólo para estar un momento acurrucado allí», se le complicó más aún la situación con el nacimiento de su hija, en 1942. Las sospechas del vecino franquista, que no tenía duda alguna de que Juan estaba allí, provocaron que los agentes registraran en una infinidad de ocasiones la vivienda, con tremendas palizas a su mujer y a los padres de esta incluidas. «Hasta el año 51 estuve escondido en Benaque. Yo me quedé ciego en el 47, de la impresión de verla a ella después de la paliza, ciego del todo. No veía nada. Como allí no paraban de buscarme y de darle a ella, decidimos marcharnos». Una noche de procesión aprovechó para trasladarse a otra casa, un par de calles más abajo. En total, pasó 11 años en una vivienda y 17 en otra, oculto: «Me acostumbré a vivir así lo mismo que los animales. A un animal lo acostumbra usted a estar encerrado, lo echa después a la calle y se mete para adentro. Porque se acostumbra uno a aquella vida». Manuel y Juan pudieron volver a ser libres por un perdón acordado en 1966 por la administración franquista.

   

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