Encajado a 300 metros sobre el mar Mediterráneo, este rincón blanco de la Axarquía malagueña se ha convertido en una de las joyas imprescindibles del turismo andaluz. Frigiliana no sólo enamora por sus calles empedradas y su arquitectura inmaculada, sino también por una historia tejida entre culturas y leyendas.
Desde perderse en su casco histórico –un laberinto de callejuelas decoradas con flores y cal viva– hasta asomarse al mirador de Santo Cristo para contemplar el mar y la sierra abrazándose, cada rincón de Frigiliana cuenta una historia.

Alejandro Herrero Platero, Alcalde de Frigiliana y gran protagonista de su crecimiento turítico,
una localidad donde Ayuntamiento y vecinos, mantienen el municipio excelentemente cuidado.
El visitante encontrará sorpresas en cada esquina: azulejos que narran la resistencia morisca de 1569, restos del castillo de Lizar que aún vigila desde las alturas, o el Palacio de los Condes, un gigante renacentista reconvertido en antigua fábrica de miel de caña. Y para quien busque paz, la recomendación es clara: quedarse al menos una noche. Al caer el sol, el pueblo recupera su alma, lejos del bullicio.
Y aprovechando la cercanía, justo al lado de Frigliana, vayamos al monumento natural más visitado de España. La imponente Cueva de Nerja y amplía la experiencia. pero es Frigiliana la que seduce con su esencia: la de un lugar en el que convivieron musulmanes, judíos y cristianos, la de un pueblo que no se visita… se siente.
Un relato personal: «Un verano en blanco, lo que Frigiliana me enseñó»
«Creía que ya lo había visto todo: pueblos bonitos, vistas al mar, calles estrechas con macetas. Pero aquel día, al girar una curva en la carretera que sube desde Nerja, algo cambió. Frigiliana apareció ante mí como un espejismo blanco, suspendido entre la montaña y el cielo.
Me bastaron unos pasos para entender que aquello no era solo otro pueblo andaluz. Era un libro abierto. Las piedras de sus calles me hablaban, las cerámicas murales me contaban batallas olvidadas, y sus balcones repletos de flores parecían susurrarme: “Quédate”.
Subí hasta el mirador, donde el mundo se estira hacia el azul del Mediterráneo. Visité el antiguo ingenio azucarero, caminé hasta los restos del castillo y me perdí, una y otra vez, por callejones sin prisa. Por la noche, el pueblo se transformó: ya no era un destino turístico, era una promesa cumplida.
Dormí con las ventanas abiertas, dejándome arrullar por el silencio. Me desperté con el sol acariciando los muros encalados. Allí supe que a veces no hay que buscar grandes ciudades ni monumentos de fama mundial. A veces, basta con escuchar el latido sencillo de un pueblo que aún cree en la belleza.
Ese verano descubrí que Frigiliana no se ve con los ojos. Se siente con el alma«.



